Amar la propia vida


Amar la propia vida tiene rasgos inconfundibles de sabiduría: Conocer y ponderar los hitos más relevantes de la línea de nuestra existencia, entre los que HOY ocupa un lugar destacado aunque singularmente efímero, sabiendo que esa brevedad no impide que depositemos en él grandes expectativas a la hora de buscar la bondad y la belleza de los actos que nos definen como personas virtuosas; ser conscientes de que conforme esa línea se va alargando, algunas de esas marcas se vuelven difusas sin llegar a desaparecer, dejando una huella indeleble que se manifiesta en circunstancias especiales cargadas de emotividad, o en momentos decisivos determinantes de un cambio de dirección, o en la toma responsable de decisiones que afectan a nuestro desarrollo anímico y por tanto a nuestro equilibrio psíquico y emocional.
En la tarea diaria de amar la propia vida es indispensable constatar si somos tan sabios como nos amamos, tomar conciencia plena de nuestra trayectoria vital. En su inicio está la infancia, a la que poco a poco se va añadiendo la experiencia afectiva acumulada, los abrazos y también lo que podría situarse en la antípoda del abrazo, el despego prematuro, la soledad afectiva, la inconsistencia neuronal que impide establecer una relación precisa entre acontecimientos conscientes y vivencias espontáneas posteriores, aparentemente inconexas. A veces la mente se resiste a recuperar la memoria de lo pasado, incluso a analizar en toda su magnitud los datos difusos que nuestra inteligencia intrapersonal necesitaría que fueran nítidos y precisos para interpretar cabalmente todo lo que nos sucede en el presente. Es imprescindible, por tanto, tender un sólido puente entre ambos extremos si queremos situar los hitos más importantes de nuestra experiencia en su posición correcta sobre la línea diacrónica de nuestra existencia, y sobre todo si queremos establecer una relación precisa y efectiva entre cada uno de los elementos determinantes en la elección correcta de nuestros actos.
La aceptación de la singularidad en los demás exige previamente la de uno mismo, con todas las implicaciones que esto supone, conectando y, si es necesario, construyendo imaginativamente nuevos puntos de anclaje entre nuestra auténtica esencia y lo que nuestro comportamiento diario significa para nosotros mismos y para los que que viven a nuestro lado. Para la construcción de este entramado de nuestra existencia disponemos de herramientas suficientes, en cuyo manejo contamos con la ayuda del psicólogo, que nos acompaña siempre que queramos. Es necesaria la claridad de los conceptos que sustentan la visión del proyecto y la comprensión de cada paso que vamos dando. Es preciso tener una motivación desde el inicio de nuestra andadura que impulse nuestros actos y nos haga avanzar a través de ese espacio que se abre ante nosotros. Necesitamos, sobre todo, una voluntad que no desfallezca ante los muchos obstáculos que surgen cada día en este proceso. En cada tramo existen antecedentes de todo tipo, posibles traumas y miedos, etapas más o menos oscuras, momentos luminosos. Valorarlos en su justa medida es la base de una construcción sólida, sin complejos. No es posible excluir el riesgo de futuras conexiones equivocadas, pero es ineludible preguntarse por los errores cometidos para trabajar los puntos débiles y reparar los posibles daños psicológicos que pudieran haberse producido. No siempre resulta aceptable la exposición pública de algunas expresiones afectivas, en la medida en que pueden representar una transgresión de normas y límites socialmente reconocidos, lo cual no implica la invalidación de tales sentimientos. Es, por tanto, esencial la inequívoca explicitación de todo aquello que nos hacer ser y parecer, sin distorsionar la realidad, tal como somos, si queremos reforzar la autoestima con una perspectiva holística de nuestra personalidad. Hacerlo oportunamente denota saber amarse. Por el contrario, la represión de esas manifestaciones, inducida a través de ciertos modelos educativos que han primado la exacerbación efectista de sentimientos colectivos en detrimento de otros de carácter más íntimo y personal podría conducir a la frustración y en última instancia a eventuales estados depresivos de lenta y difícil recuperación.
Puede ser ingrato trabajar con materiales usados, más aún si se trata de reconstruir conexiones de nuestra mente con experiencias pasadas que nos gustaría ocultar o que ni siquiera hubieran tenido lugar. La mente no es precisamente un terreno transparente y diáfano: pronto aparecen barreras que acotan momentos de una infancia difícil; incluso en la adolescencia ya puede darse la parcelación de la memoria de vivencias insatisfactorias cuando intervienen determinados factores de diversa índole que influyen en este proceso de construcción al que nos referimos. Y no digamos en la edad adulta, cuando estas parcelas pueden adquirir proporciones de auténticos muros infranqueables. Inmersos en la cultura del cambio, tendemos a dejar a un lado, a archivar en algún rincón de la memoria pasiva todo lo que no responda con utilidad a la inmediatez con que se demandan nuestras respuestas cognitivas y afectivas ante cualquier evento cotidiano. Son especialmente significativos los lapsus intencionados de recuerdo de toda acción que denota autoría irresponsable.
La actividad intelectual fundamenta y capacita el control tanto de las acciones como de las omisiones, pero el caudal de las emociones puede desbordase fácilmente si estas no se encauzan adecuadamente. En este sentido, auto-besarse podría ser una práctica de dimensiones poliédricas de difícil ejecución; por otro lado, nuestros brazos apenas tienen oportunidad de abrazarse entre sí, tal vez por temor a mostrar nuestra autoestima de forma tan plástica y evidente, de modo que ninguna de estas manifestaciones físicas serían suficientes para demostrar si el amor a nosotros mismos puede ser la auténtica medida adecuada para calibrar el que sentimos por los demás. La introspección reflexiva debería permitirnos valorar la calidad de ese sentimiento, el grado de autoaceptación tal como somos, pero en ocasiones no es suficiente y se hacen necesarios tacto y oficio del psicoterapeuta para transitar el camino hacia nuestra intimidad sin limitar la expresión genuina y espontánea de nuestros afectos. Ser  incondicionales de nosotros mismos requiere, además, aplicarse a la tarea del autoconocimiento sin dejar nada oculto, reconocer fracasos y éxitos que forman parte indeleble de nuestra experiencia vital; en definitiva, adoptar una sabia actitud permanente de reparación de los dañados y construcción de nuevos pilares del puente entre lo que hemos sido y lo que somos, reforzando los vínculos entre cada una de las etapas de nuestra vida. Suponiendo que uno de los elementos constituyentes de estos pilares son los sueños, “la sabiduría suprema es tener sueños lo bastante grandes para no perderlos de vista mientras se persiguen, repletos de cuadros de infancia, de adolescencia incandescente, colgados en perchas de apasionada juventud antes de que se diluyan entre recuerdos mal hilvanados y olvidos deliberados…«