Tomar conciencia de lo que somos practicando la valoración de las vivencias positivas y ejerciendo un control efectivo de los pensamientos negativos, mejorar el autoconcepto cuidando la imagen que proyectamos, acrecienta la autoestima y alimenta la fuerza interior para vivir el momento presente con determinación y responsabilidad.
Dentro de una cabeza, bajo una delgada capa de piel de cualquier color, tamaño o edad se esconde una amplia gama de sentimientos de amor, tristeza, dolor, alegría… Sea cual sea su aspecto exterior, en ella se alberga el poder de la mente: el que refuerza la potestad y autoridad de padres y educadores; el que estimula a todo individuo para actuar proactivamente, superar dificultades y disfrutar de los triunfos cotidianos; el que vigoriza la capacidad de autogestión; el que sustenta la actividad cualificada de los profesionales que tienen algo que decir sobre esa capacidad mental. El poder de la mente no es una magnitud estrictamente mensurable, pero sí lo son, y por tanto mejorables, sus efectos. En este sentido, hoy se habla mucho de empoderamiento, sobre todo en el ámbito social, si bien su significado nos remite a la fuerza espiritual para superar con éxito los retos de toda índole que han de afrontarse a lo largo de la vida. Es tan inmenso ese poder que permite concebir mundos perfectos; resolver problemas desafiantes mediante soluciones imaginativas o estrategias anticipativas a su existencia; “construir ventanas donde antes solo había pared” (M. Foucault); potenciar el dolor como agente de virtud y fuerza de superación; dominar estados críticos a los que nos vemos abocados hasta límites inverosímiles, incluso si el inconsciente pulsional condiciona nuestro instinto de conservación.
A pesar de la dificultad en la observación de situaciones complejas para analizar y clasificar correctamente la información que nos llega a través de nuestros sentidos, somos capaces de sentir la aceptación o el rechazo de una manera inmediata. En la relación interpersonal intervienen mecanismos perceptivos mentales que nos permiten captar y almacenar en nuestra mente, con una fidelidad relativa, el material que transporta el lenguaje, verbal o corporal, o cualquier otro estímulo del mundo sensorial en el que estamos inmersos. De hecho, no es que nos inventemos los qualia de la realidad tangible, solo definimos su concreción discrecionalmente si una determinada situación lo requiere. El estado de ánimo, las circunstancias de tiempo y espacio, la idoneidad de las palabras y el rigor de su contenido son determinantes de la calidad de nuestra percepción. Por supuesto que una práctica sana, intencionada, de la meditación -“prestando atención de manera intencional al momento presente, sin juzgar”- (Jon Kabat-Zinn) refuerza nuestra mente y nos proporciona valiosos elementos de elección de opciones. Aun así, la sincronización de cuerpo y mente no es tarea fácil. ¿Qué ocurre con toda esa carga negativa de la que nos gustaría desprendernos: intolerancia, juicios temerarios, pensamiento intransigente…? Someterse a cualquier tipo de terapia, sea de aceptación, conductual o cognitiva, presupone una actitud positiva de reconocimiento previo del peso de esa carga, y es un paso fundamental hacia la salud psíquica.
Las herramientas cognitivas con las que elaboramos la información recibida a través de nuestra percepción sensorial nos facilitan la toma de decisiones a veces arriesgadas desde una perspectiva de un riguroso análisis neurocientífico, no exento del sesgo del condicionamiento temporal, pero no por ello debemos dejar de intentarlo. Una de ellas es la memoria, esencial e imprescindible en la consecución de nuestro objetivo primordial. (“Si ejercitamos la memorización de nuestros planes, aumentamos nuestro autocontrol” –J. Buckholtz) Gracias a esta facultad se produce un incremento de nuestra capacidad de decisión que contribuye a mejorar notablemente la calidad de nuestra conducta en relación con las buenas ideas que nuestra mente genera, especialmente en estados de optimismo. Más allá de toda valoración objetiva de nuestros actos, si tenemos en cuenta que “las intuiciones éticas se manifiestan en la contemporaneidad” , considerando la relevancia del fundamento moral que los avala, sin despreciar el veredicto que los demás les otorguen, vale la pena anteponer el de nuestra conciencia, aun a riesgo de cometer errores, disfrutar de una íntima gratificación anímica y, siempre que sea posible, compartirla con quienes queremos, en la libre realización de nuestra actividad cotidiana.
Podría decirse que la adquisición de conciencia plena no se detiene en un punto de reposo o de equilibrio estable; es más bien un proceso incesante de reconocimiento de cada nueva situación que vivimos instante a instante, que conforma nuestra experiencia vital acumulativa y, por tanto, de reconstrucción de un nuevo y progresivo estado de conciencia personal. Mientras tanto, que la carga negativa de nuestra mente vaya perdiendo peso es condición esencial para lograr un mayor equilibrio psicosomático, aunque nadie se percate de su progresión, del mismo modo que un ruido existe sin ser escuchado. Durante la progresiva adquisición de equilibrio se experimentan, sin duda, momentos de recompensa emocional e intelectual, gracias a la satisfacción de nuestras legítimas aspiraciones de cualquier índole. Sin embargo, no se puede descartar cierto grado de adicción estática a la complacencia en el éxito si este se deriva de la superación de una dificultad extraordinaria en la ejecución de nuestros actos. En todo caso, lo que importa es esforzarnos en alcanzar el máximo nivel de autoconocimiento dinámico, conscientes de que “es la búsqueda de la perfección lo que nos ciega a la Verdad, que solo podemos ser perfectos tal como somos” (Sri Amma).