Poner cara a las emociones


“El mundo no será destruido por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”. Eso lo dijo A. Einstein, y nuestra experiencia diaria nos demuestra que es peor no hacer nada que equivocarse. Nuestra mente está diseñada para hacer razonamientos, pero es nuestra capacidad para amar, para sentir la proximidad del amigo lo que nos hace confiar en que este mundo puede seguir palpitando a pesar de los más pesimistas vaticinios, por tanto, creo que no será destruido, pese a la predicción del ilustre físico.
Creyendo que la salvación está en el razonamiento, nos planteamos multitud de preguntas, y nos sentimos satisfechos cuando nuestra mente encuentra las respuestas adecuadas: ¿Qué resuelve la inteligencia emocional; qué papel juegan las corazonadas; a qué se dedican nuestros hemisferios cerebrales mientras nuestro cuerpo permanece en la silla; por qué damos vida a los objetos inanimados; por qué perdemos la cabeza por alguien a quien queremos; por qué se odia visceralmente; por qué construimos la imagen de quien nos gusta rellenándola de emociones y sentimientos; por qué pensamos con las tripas; por qué hay que mantener la cabeza fría para pensar y el corazón ardiente para amar; acaso sentimos, luego existimos?
Y sin embargo, con frecuencia fracasamos en lo más elemental, descubrir cuán cerca de nosotros están las personas que pueden hacernos felices y compartir con nosotros su afecto. Por eso es importante que nuestras emociones fluyan, que nuestra cara se ilumine de alegría admirando la labor callada de los que prestan oídos al lamento de los que desesperan, enjugan el llanto de los que sufren y escuchan el grito de alegría de los que sanan, gracias a la ayuda de quienes comparten con ellos el beneficio de su salud mental. También hay lugar, por desgracia, para una cara triste, al contemplar la sonora sordera de los que administran los bienes depositados en sus manos, incapaces de oír la clamorosa demanda que se alza desde el mundo de los desposeídos, no solo de comida, sino también de alimento para el espíritu.
Los psicólogos sabemos de esta necesidad, y confiamos en que, tarde o temprano, esas personas lleguen a alcanzar algún día un estado de bienestar suficiente como para sentir el impulso de dar gracias por los bienes recibidos, evitando que sus conciencias caigan en el abismo de la soledad. Es nuestra responsabilidad y nuestro compromiso abrir espacios, conectar almas, ayudar a enfocar la vida con una visión optimista y poner cara a las emociones positivas.

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