Nuestra vida se va jalonando de sucesos que desearíamos que nunca hubieran tenido lugar. Algunos han sido inevitables; otros los hemos provocado, y en un sentido u otro nos referimos a ellos con un lenguaje social estereotipado. Puede que nos sintamos mejor procurando eludir nuestra responsabilidad en esos hechos que nos abruman, para evitar las consecuencias que nos pueden conducir a la desesperación, al sentimiento de fracaso, a estados depresivos. Para ello utilizamos los mecanismos de defensa con los que nuestra mente deforma la experiencia vivida para hacerla soportable y protegernos frente a los conflictos que forman parte de nuestra vida, generando frustraciones y estados de ansiedad. Podemos describir multitud de situaciones de nuestro comportamiento habitual en las que hacemos uso de estos recursos. Uno de los más frecuentes es la negación de la realidad cuando esta es especialmente traumática. Pero no es la mejor solución engañarnos a nosotros mismos. Reconciliarnos con la realidad significa asumirla plenamente. La superación activa, basada en una actitud positiva ante esa clase de sucesos, es la mejor defensa que podemos hacer de nuestra integridad psíquica. El dolor por la pérdida es, sin duda alguna, uno de los más difíciles de afrontar. Observarlo y valorarlo en su justa dimensión es el primer paso para superar la crisis y encontrar el equilibrio entre nuestros sentimientos y capacidades genéticas. Hay ejemplos impresionantes que nos muestran hasta qué punto nuestra mente es capaz de reaccionar generando defensas, poniendo a nuestra disposición herramientas eficaces para conseguir incorporar el dolor como un elemento positivo inseparable de la vida. Es verdad que esta reacción no se produce de forma espontánea ante una situación dramática. De ahí la importancia de establecer un diálogo fluido con nosotros mismos acerca de los hechos traumáticos que forman parte de nuestra existencia. Ese diálogo implica una visión global de la vida, cuyo último acto biológico es precisamente la muerte. Kierkegaard afirmaba que “lo que es serio no es la muerte sino el pensamiento acerca de la muerte”. Es este pensamiento y sobre todo el comportamiento que de él se deriva lo que de verdad cuenta. Nuestra existencia se construye a base de sucesivas acciones cotidianas, en cambio la muerte se escenifica repentinamente, unas veces anunciada, otras, irrumpiendo inesperadamente en el escenario de nuestras vidas. En el caso de un hijo, el guión es especialmente traumático y doloroso, casi vacío de palabras. Afrontando este tremendo dolor, Elisabet Pedrosa, periodista, ha escrito el libro “Criaturas de otro Planeta”, sobre su hija Gina; y nos da la clave para aprender a iniciar este diálogo: «No quiero compasión, sino que os metáis un poco en mi piel… y compartáis conmigo el dolor». No podemos cambiar los hechos, pero sí transformarlos en ideas dinamizadoras. Debemos celebrar el don de lo vivido, por dura que sea la vida en algunos momentos. Podemos y debemos compartir los recuerdos e incorporarlos a nuestra experiencia, y por encima de todo, tenemos que asumir el compromiso de seguir viviendo, agradecidos por este gran don. No se trata de confundir esta gratitud con una postura de entrega de nuestro destino en manos de otros, sino de una aceptación leal y comprometida con el recuerdo de quienes se fueron y que, de haberse quedado, demandarían de nosotros una actitud de lucha para ganarnos día a día la vida que ellos no tuvieron oportunidad de desarrollarla plenamente. Podríamos hablar de mecanismos de idealización y catarsis, de entrega altruista, de sublimación de nuestro destino. Todos ellos tienen como objetivo el equilibrio psicológico personal. Los mecanismos de defensa constituyen una especie de coraza estratégica con la que el individuo trata de minimizar el estrés y protegerse de las agresiones externas. Podrían considerarse como parte de un disfraz de carnaval, hecho a propósito de esa naturaleza para ofrecer diferentes versiones de nuestra personalidad. Pero no importa tanto lo que piensen de nosotros, sino cómo nos vemos a nosotros mismos. Bajo la máscara polifacética de todo disfraz se oculta una verdad insoslayable, a la que su portador no le es posible sustraerse. Reconocer íntimamente la certeza de nuestra identidad y sentirnos responsables de lo acontecido debería llevarnos a la aceptación de las consecuencias, por muy amargas y dramáticas que sean, y amarnos tal como somos, por muy impuros que podamos ser. “La luna entera cabe toda ella en una gota de agua, tanto en la limpia como en la sucia.” (tradición budista)