“Todos los caminos nos llevan a la comunicación de lo que somos”. A través de nuestro proceso evolutivo hemos desarrollado la capacidad de establecer contacto entre los individuos de nuestra especie mediante complejos sistemas de intercambio de información en el contexto de una sociedad ampliamente diversificada y tendente a la globalización. Hemos perfeccionado los códigos de lenguaje, hemos aprendido a utilizar recursos cargados de hermosos matices, que la ciencia y la psicología del lenguaje positivo nos ayudan a comprender. También hemos adquirido una dilatada y profunda experiencia en la práctica del silencio, cuidando en nuestra mente ese espacio constructivo de reconciliación gratificante con nosotros mismos y con los que viven a nuestro lado si sabemos compartirlo y aceptar los límites afectivos de toda convivencia relacional. Quienes carecen de suficientes recursos para vivir positivamente su experiencia interna tienden a percibir la soledad como una consecuencia negativa de la actitud ajena, de indiferencia o de rechazo intencionado. Si se trata, en cambio, de una elección personal de un modo de vida, es un estado que permite dar respuesta a una llamada vocacional de silencio permanente, o acordar una modulación transitoria de ciertas formas de compromiso social. “La soledad…, la suerte de todos los espíritus excelentes, que ofrece al hombre la doble ventaja de estar consigo mismo y no estar con los demás” (Schopenhauer), no siempre satisface la necesidad de aquellos que la buscan como vía hacia la maduración personal; hay otras igualmente válidas y transitables que conducen a un desarrollo psíquico armonioso. Tampoco es buena por el hecho de ir asociada a sensaciones placenteras de diversa índole. Por otro lado, la soledad, como toda forma de aislamiento, podría conducir a un desequilibrio destructivo. Sin embargo, entendida como un “recinto mágico”, se transforma en un ámbito de plenitud individual. El concepto ser-social no es una dualidad de términos enfrentados, sino un binomio sustancial en el que ambos aportan valor antropológico a la naturaleza humana. Algunas personas excepcionales llegan a experimentar en toda su magnitud el sentido místico de la soledad, en la que encuentran precisamente la fuente de su fuerza interior, asociada a la singularidad. Una ponderada reflexión sobre la dimensión social del ser humano es imprescindible para entender los complejos mecanismos psicológicos que influyen decisivamente en el afrontamiento de soledad. Hay rasgos de la personalidad que son especialmente determinantes en la búsqueda de la experiencia grupal, mientras que otros favorecen la planificación de los tiempos de silencio introspectivo, modulando en todo caso el comportamiento adaptativo individual a cada circunstancia. Sentirse débiles o inseguros puede inducir un comportamiento recurrente a las redes sociales, a riesgo de verse atrapados en ellas, pero la necesidad compulsiva de sentirse diferentes o un exceso de autoestima también provoca un deseo insaciable de notoriedad. Es relativamente arriesgado amplificar o difundir lo que hacemos, posponer las rectificaciones necesarias y, más aún, el compromiso de cambio de conducta frente a un foro público. En cambio, el miedo a reconocer cómo somos realmente puede ocasionar un derrumbe emocional que a duras penas se diluye entre los píxeles de una hipotética pantalla virtual. Adquirir certezas sobre uno mismo llevando el estilo de vida que proporciona un centro de convivencia silenciosa, no exenta de una necesidad comunicativa básica, no es tarea sencilla: implica una práctica constante de meditación para llegar a hacerse las preguntas adecuadas aunque no siempre se encuentren respuestas satisfactorias. La desconexión temporal de cualquier forma de comunicación proporciona momentos de intimidad que podemos aprovechar para diseñar estrategias defensivas frente a toda intrusión en el ámbito secreto de nuestra mente pero también para reconstruir puentes, incluido el de la percepción extrasensorial, que nos vinculan con otros miembros del grupo al que pertenecemos. Por otro lado, cambiar nuestra forma de ser es mucho más complejo que una simple desconexión. Requiere una planificación equilibrada del tiempo de comunicación y de silencio. Todo individuo puede experimentar la fuerza dinamizadora de la soledad percibida no como un desierto improductivo, sino como una oportunidad real para la puesta a punto de las herramientas de autocontrol. Sentirnos vivos cada día propicia tanto el deseo de compartir la vida misma como el de disfrutar íntimamente de la evocación de cualquier experiencia gratificante o de repartir la carga de una pena. El pretendido anonimato de un cibernauta, más real que ficticio pese a la gran cantidad de contactos que pueda mantener a lo largo de una conexión, no hace sino agudizar y poner de manifiesto la imperiosa necesidad de controlar todo lo que sucede en su entorno más inmediato y de transmitir sus sentimientos afectuosos con la esperanza de encontrar un interlocutor capaz de empatizar hasta donde el límite establecido por el sistema lo permita. Ambas partes de un proceso comunicativo son esenciales y complementarias, su densa porción suculenta donde reside todo el potencial energético de su alimento para el pensamiento y el espacio vacío reservado para alojar el silencio y también la profunda alegría de sentirse aceptado por los que disfrutan compartiendo su mensaje. Desde esta perspectiva, aprovechar el valor esencial de la comunicación positiva exige reservar tiempos específicos de reflexión meditativa personal para realizar trabajos de fortalecimiento espiritual y consolidar la expresión de nuestras emociones. Si en esos momentos de observación íntima percibimos con claridad los mensajes autocompasivos que elabora nuestra mente, cabe esperar que también surja de forma espontánea la reconciliación con nuestro entorno. Seguramente en la fusión de ambas experiencias emocionales radique el mayor grado posible de conciencia plena y aceptación de lo que somos.