Uno de los elementos que fundamentan la enorme complejidad del ser humano es su dimensión espiritual. Parte esencial de su naturaleza, le permite comprender y disfrutar de su experiencia interior, favorece la predisposición a los comportamientos altruistas y ayuda en la búsqueda y consolidación de valores y a sentirse parte integrante de la comunidad global. Esta genuina dimensión nuclear de nuestra especie es especialmente relevante tanto para potenciar los factores conductuales positivos determinantes del desarrollo psicosocial como para minimizar las actitudes negativas que lo frenan, aunque, por otro lado, también contribuye a intensificar los conflictos grupales que se generan cuando no armoniza con las otras dimensiones igualmente esenciales de la personalidad o existe una deficiente maduración en el ámbito de la interacción personal, en la que se amalgaman las conductas individuales y colectivas.
Desde una perspectiva psicoterapéutica, “la mejor mente no es la que quiere que los otros cambien, sino la que se ocupa de cambiar y de aceptar a los demás”. El crecimiento espiritual exige la práctica continuada de ejercicios orientados a profundizar en el autoconocimiento y adquirir conciencia plena de la realidad. Fortalecer la experiencia relacional identitaria conlleva beneficiarse de la orientación ética de la sociedad, siempre que se haya dotado de reglas claras y precisas, en sintonía con una definición de valores estables de carácter universal, articuladas en el marco de una sana convivencia y acompañadas, asimismo, de una revisión sistemática de sus resultados. Es preciso, por tanto, estar en guardia frente a mensajes que inducen a la rendición ante ciertas tendencias narcisistas de esteticismo formal que sobrevaloran cualidades transitorias, presentándolas como clave de éxito social, para no caer en la autoexclusión por no cumplir los parámetros de excelencia más exigentes. Esta pulsión, que se expresa en forma de rechazo de valores y en hábitos de conducta poco saludables, podría llevar en última instancia a la degradación espiritual, con el consiguiente deterioro de la autoestima, a menos que se disponga de un entorno afectivo propicio para el desarrollo de actividades creativas que favorecen el equilibrio psíquico. En todo caso, no debemos cuestionarnos si la misma vida es un desafío para la autoestima, ya que el deseo de auto-realización es tanto más intenso cuanto mayor es la valoración que hacemos de ella. En este sentido, se hace imprescindible toda ayuda prestada a lo largo de la misma: en las etapas iniciales, cuando el niño, en pleno proceso de intuición de su realidad, se relaciona con amables entes imaginarios, interesados en ser sus interlocutores, de los que obtiene cierto grado de seguridad para interactuar con su entorno, mientras aprende a controlar sus emociones y sus actos, sometido a muchas normas impuestas por sus tutores; cuando el adolescente, en su difícil y compleja travesía hacia la madurez, se ampara en la fuerza del grupo para resolver dilemas morales y evitar un eventual colapso emocional; en la edad adulta, en la que algunas de esas normas trascienden la experiencia interna esencial, en conexión con el concepto de la existencia de entes superiores, igualmente asequibles y bondadosos, y dispuestos a ofrecer su guía y protección. Para muchas personas, esta experiencia vital puede ser “expresión de armonía o unidad con el universo o la
naturaleza en cualquiera de sus formas.”
No se trata tanto de establecer una relación equidistante entre la creación de una hiperrealidad asociada a tales procesos y las implicaciones éticas y estéticas en nuestra concepción de la vida, cuanto de combinar la función compensatoria de la imaginación y la capacidad de elegir un camino y
elaborar sólidas razones para seguirlo, teniendo en cuenta que nuestra conducta, “el mejor medio de que disponemos para realizar elecciones que nos acerquen lo más posible a nuestra imagen ideal del mundo”, no ha de estar basada en la obediencia ciega, sino en su adecuación para el desarrollo personal, dando pleno sentido a los principios y valores que nos afectan. Los procesos mentales que rigen nuestro comportamiento no deben justificar los errores ni tampoco incrementar el valor intrínseco de los aciertos, sino suministrarnos elementos de juicio para discernir sin lugar a dudas la calidad de nuestros actos conforme a esos principios. Para evitar toda intoxicación en nuestra percepción del ser en toda su complejidad, nuestra mente dispone de suficientes recursos que actúan como filtros. Está comprometida una de sus adquisiciones más potentes, nuestro pensamiento crítico, que garantiza nuestra libertad y nos permite adquirir conciencia de que “todo lo que hacemos, pensamos y sentimos procede de nuestro interior y no de una reacción ante las personas y las cosas que nos rodean” (W. Glasser). A este respecto, tanto como el alimento físico y la atención emocional, es necesaria la nutrición psíquica y espiritual, que ha de ser oportunamente dosificada y, si es posible, placentera. La fuente que suministra este alimento brota efectivamente en nuestro interior, pero puede ser reabastecida por expertos conocedores de la psique, cuyo trabajo es atender, entender y acompañar, e incluso disfrutar de la comunicación transpersonal que se establece en todo viaje de transformación por arduo que sea el camino, teniendo en cuenta que “la meta de la búsqueda espiritual no es tener experiencias espirituales, sino vivir una vida espiritual”.