“… Me asustaba no ver a nadie a pesar de que nunca estaba solo… Durante algunos años… el miedo y la angustia fueron mis compañeros de viaje; vivieron conmigo la soledad, la oscuridad, los espacios cerrados, la separación, las amenazas de castigos corporales, las carencias afectivas; errores imperdonables; promesas incumplidas, objetivos inalcanzables… Esa realidad interpretada me desprotegía contra el peor de todos los sentimientos, el de la conciencia de no ser nada…” Este testimonio, como otros parecidos que escucho a diario, revela algunos aspectos de la naturaleza intrínseca del miedo psíquico. Ahondar en la profundidad del alma, a través de un proceso introspectivo de la meditación puede llevarnos al crecimiento interior; sin embargo, debemos estar alerta contra las dudas y los temores que nos asaltan y conducen a una contemplación estéril y deformada de nuestras propias debilidades. Si estas existen, no se trata de mirarlas con lupa y hacerlas más grandes de lo que son, sino de valorarlas en su justa medida, si es necesario con la ayuda del psicólogo, para tratar de reforzar la autoestima. Es cierto que el miedo agudiza nuestros sentidos hasta límites insospechados; como suele decirse, nos hace sacar fuerzas de flaqueza. En este sentido, se comporta como un escudo protector, desencadenando reacciones instintivas involuntarias que en determinadas circunstancias salvaguardan la integridad física y aumentan la capacidad psíquica para enfrentarse a situaciones extremas. Casi todos recordamos alguna experiencia de este tipo. Por otro lado, están presentes en nuestras vidas disfrazados de falsa prudencia, de infundada sobrevaloración de la magnitud del obstáculo, de inculpación a otros de nuestra propia pasividad; de pretendida ignorancia, de obediencia ciega; de permisividad; de escrúpulos de conciencia para elegir con autonomía nuestro modo de pensar… Estos miedos nos conducen a estados de precariedad emocional que disminuyen nuestra capacidad de decisión haciéndonos vulnerables ante la presión que ejerce el entorno social sobre nuestro comportamiento. Considerado desde otra perspectiva, el miedo se manifiesta en forma de estrés. Sin perder de vista sus posibles efectos negativos, debidamente dosificado puede ser una respuesta adaptativa, dinamizadora de nuestra conducta.
En definitiva, el mejor camino hacia la afirmación de nuestra personalidad es, sin duda, vencer el miedo. Como toda emoción, esta también va acompañada de pensamientos anticipatorios, de imágenes evocadoras que nos ayudan a reconocer dónde está ubicado el riego de sufrir su acoso. El siguiente paso es librarnos de nuestros temores. Este es, en buena medida, trabajo de nuestro pensamiento racional positivo, y de lograrlo depende nuestro equilibrio psíquico. En última instancia, buscamos afirmar nuestra personalidad y conseguir el afecto de los demás por medio del compromiso activo con nuestro desarrollo integral, aunque en ocasiones optemos por la vía de la negación evasiva de los problemas, expresada en forma de conducta destructiva. Erich Fromm decía al respecto que «mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aunque habitualmente inconsciente, es el de amar”. Entrenamos nuestra mente para ejercer su función cognitiva, cultivamos nuestra afectividad para reaccionar positivamente ante los estímulos y las emociones, así que no podemos dejar que nuestros miedos se conviertan en pesadas losas que nos aplastan contra el suelo de la pasividad conductual. En momentos en los que es esencial tomar una decisión con valentía y coraje, afrontar los malos resultados, asumir los errores, por otra parte inevitables, derivados de nuestro hacer cotidiano para ser lo que somos y sobre todo para sentirnos bien con nosotros mismos, tan mala puede ser una actitud perfeccionista, llegando a sentir miedo patológico a cometer un error, como dejar que todo pase de cualquier manera sin importar los resultados; pero aún peor es no hacer nada. Nuestro desarrollo armónico exige estar en marcha, marcándonos objetivos alcanzables, acordes con nuestra capacidad y cualidades personales. Se trata de medir nuestras fuerzas con sensatez, ajustar nuestras velas al viento, descubrir que somos lo bastante buenos para manejarlas, incluso geniales porque no nos rendimos, aunque alguna vez pensemos que no podemos. Es fundamental valorar nuestro esfuerzo, y si nos cuesta, tampoco está de más «dar las gracias al dolor que nos enseña coraje»