Ignorar las consecuencias de un acto no exime de la responsabilidad de llevarlo a cabo o de su omisión, con independencia de la calidad de los resultados. Ni una ni otra decisión está exenta de la perversión de juicios malintencionados. Ambas alimentan el éxito y justifican la penosa complicidad de nuestra mente con el fracaso de nuestras acciones. En cualquier caso, no es razonable que la sociedad se vea privada de la potencial capacidad de los renuentes a implicar toda su energía por temor a equivocarse, o que los más fervorosos sucumban víctimas de un esfuerzo extenuante sin saber, al menos, cuál es la finalidad de su trabajo. No se trata de representar una obra de teatro basada en un cuento con moraleja, según el cual un puñado de actores, peculiares personajes vestidos de vistosos colores rojos, azules, amarillos, blancos y anaranjados, dirigen los trabajos de los demás compañeros de reparto empeñados en su silenciosa tarea de construcción de una ciudad ideal, controlan los movimientos y las reglas del juego para evitar errores de interpretación, y se protegen a sí mismos del deterioro de su ostentoso atavío. Y al acabar la función, se aplauden entre sí por su brillante actuación. Lo cierto es que estos actores de primera fila no son extraños especímenes en esta tierra nuestra… Son algunos de los que caminan a nuestro lado; que, como muchos de nosotros, se miran detenidamente al espejo mágico de la verdad esperando descubrir en su rostro la huella de un sueño intempestivo, o una nueva arruga en la piel, o simplemente para maquillar su desaliento. Harían mejor en mirar a su interior para no ser engañados por espejismos de efímero poder y aumentar la dosis adecuada de autoconocimiento siguiendo la pauta de su psicólogo. No cabe duda de que hay espejos que reflejan una imagen deformada de la realidad, si bien es innegable que están sujetos a una de las pruebas más ingratas que un ser humano debe superar: la mirada escéptica de los que no aciertan a comprender por qué a veces se otorga valor a la vanidad y se posterga la inteligencia. Citando a un célebre pensador, “el sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo”. Podría añadirse que los que quieren y pueden, eligen conocimiento. Están repartidos por todo el mundo. Solo hace falta encontrarlos. Ellos saben cómo desprendernos del lastre de la ignorancia.