Los sueños, sueños son… Pero toda la vida no es sueño, aunque alguna vez desearíamos que así fuese. Claro, que para soñar, también necesitamos que alguien nos ayude a imaginar un mundo en el que podamos poner en práctica lo que somos capaces de elegir; y para elegir, antes tenemos que ver diferentes áreas de desarrollo de nuestros activos personales. Al mirar las caras de nuestro prójimo, en alguna de ellas podemos reconocer, como si se tratara de un espejo, muecas y gestos de expresión de nuestros propios sentimientos. Sin embargo, no siempre es fácil aceptar lo que somos cuando miramos a nuestro interior.
Entonces recurrimos a los sueños, en los que vivimos una realidad alternativa en la que podemos amar sin reservas, llorar, sentir angustia profunda, rezar, alcanzar los objetivos más ambiciosos. A veces esos sueños nos juegan malas pasadas: escarban en nuestro subconsciente, avivando recuerdos que quisiéramos olvidar, recreando experiencias que preferiríamos no haber tenido. En ocasiones nos gustaría permanecer en ese punto de equilibrio placentero en el que, por la inexorable ley del péndulo, nunca podemos reposar. Nuestra mente se aferra a todos los asideros posibles, algunos tan inestables como nuestra propia conciencia, que nos ofrecen las personas con las que vivimos. Estos espejos de nuestra alma no cesan de moverse mientras refuerzan parcelas de su cerebro, y en un momento dado de este proceso reflejan nuestra imagen con tal nitidez que nos asustamos de lo que vemos. Pero esto no es razón suficiente para romper los espejos, y mucho menos para hundirnos en el fondo de nuestra mente. No debería importarnos tanto la duración, sino la intensidad de ese estado. Debemos ser conscientes de nuestros propios recursos. Son mucho más potentes y eficaces de lo que nos imaginamos, y así se manifiestan cuando estamos sumergidos hasta el cuello en situaciones límite. Pero es bueno confiar en alguien experto que nos eche una cuerda para sacarnos del pozo. Además, por lisas que parezcan sus paredes, siempre tenemos puntos de apoyo que nos permiten ascender, poco a poco, hasta la embocadura. Esa misma experiencia que aflora en nuestros sueños es, de algún modo, una fuerza ascendente. Quizá sea excesivo afirmar que el alma se asienta soñando, pero sin duda vale la pena afianzar el convencimiento de que los sueños reparadores son tan reales como la vida misma.